Fui homeless y me echaste de tus ciudades

Ordenación Episcopal de mons. Guillermo Caride
13 noviembre, 2018
NOMBRAMIENTOS 2019
14 noviembre, 2018
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Enrique Ciro Bianchi

Hay quienes dicen que en el espacio público de algunas ciudades argentinas ya puede verse una de las últimas tendencias en diseño urbanístico. Se la conoce como “arquitectura hostil”. Expresión llamativa que anuncia una paradoja y nos impulsa, casi en un acto reflejo, a consultar al gran oráculo moderno (Google). El primer resultado remite a la sabiduría de Wikipedia: “arquitectura hostil es una tendencia de diseño urbano en la que los espacios públicos se construyen o alteran con el fin de desalentar su utilización indebida” (consulta: octubre 2018).
Si la definición terminara ahí no llamaría demasiado la atención. Cualquiera que transita por las grandes ciudades conoce la importancia de la buena organización del espacio público y lo difícil que es su preservación. Sobre todo los parques y las plazas, que son lugares donde la vida bulle, necesarios para las actividades recreativas, deportivas, artísticas, culturales, etc. En ellos nos encontramos y nos reconocemos como sociedad. Son un ámbito privilegiado de creación de la identidad colectiva. Además, resultan indispensables para que la vida en la ciudad no se torne insalubre. Hasta puede decirse que la calidad estética de estos espacios está en relación directa con nuestra calidad de vida.

Pero parece que el concepto de arquitectura hostil no termina en el loable propósito del buen uso del espacio público. Su sabor a eufemismo lleva a intuir una intención vergonzante. Lo confirma la segunda parte de la formulación de Wikipedia: “esta tendencia está más típicamente asociada como medio de repeler a las personas sin hogar, por ejemplo, en la forma de “pinchos anti homeless”, los cuales son colocados en superficies planas para impedir su uso como lugar de descanso”.

Con esta referencia a la explícita intención “anti pobres” de esta tendencia urbanística el panorama se presenta más completo. Un repaso por algunas fotos genera una sombría perplejidad. Se trata, por ejemplo, de bancos de plaza con apoyabrazos intercalados de modo que sea imposible acostarse. En casos más explícitos son unas puntas de acero en los umbrales de los edificios, sobre todo en los rincones o lugares en que el reparo del frío puede atraer a quienes no tienen donde pasar la noche.

Es entonces cuando uno repasa los argumentos sobre el uso racional del espacio público y los vuelve a sopesar con el telón de fondo de ese linyera que tiene que ir a dar con sus huesos a algún sucio rincón porque le fue negado el banco de una plaza. Si estos lugares son para el uso de la totalidad de la sociedad, quienes no tienen un techo, ¿no son parte de nuestra sociedad? ¿No tienen derecho a usarlo? ¿Qué es más urgente, mi derecho a solazarme en una plaza limpia y bella o el dolor de quien no tiene lo básico para vivir? ¡Es culpa de ellos! No lo sabemos. Lo cierto es que son parte de nuestra sociedad y nosotros todos los días nos sentamos a una mesa en la que no hay un lugar para ellos.

¿Y si para tomar una postura frente a estas “respuestas” a los problemas sociales nos ponemos ante Dios? Pero ante Dios en serio, ¿qué nos dice el fondo de nuestro corazón? ¿Es solución arrinconar de este modo a los más pobres entre los pobres? Los cristianos creemos que ante Dios somos todos iguales en dignidad -y por tanto hermanos- y que si alguno sufre estamos llamados a escuchar y socorrer ese dolor. ¿Podemos barrer ese clamor debajo de la alfombra? ¿En qué nos convierte esa actitud? Nuestra cómoda indiferencia, ¿no guarda cierto parentesco con la terrible frase de Caín: “acaso soy yo el guardián de mi hermano”? (Gn 4,9). No puede dejar de interpelarnos la pregunta del homeless londinense que, parado sobre las púas de acero sostiene un cartel que dice: ¿en qué clase de sociedad vivimos que las necesidades de los sin techo se soluciona con pinchos? (ver foto).

Es tan complejo el problema de la pobreza en nuestras sociedades que podemos sentir cierta impotencia al constatar lo poco que podemos hacer individualmente. O simplemente no sabemos qué hacer. Evadirnos del problema siempre va a ser una tentación. Aunque las grandes soluciones escapen a nuestro ámbito siempre hay algo que está a nuestro alcance. El primer paso es vigilar para que no se nos naturalicen los mecanismos de esconder y estigmatizar a los pobres. No dejarnos anestesiar con el gas venenoso de la indiferencia que -como dice el papa Francisco- se ha globalizado “para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta” (Evangelii Gaudium 54). ¿Cómo está la salud de mi corazón si ni siquiera veo este drama y sólo lo percibo como un problema de higiene urbana?

Además, nuestro Dios para rescatarnos de una vida sin sentido se hizo hombre en Jesucristo. En su misterio de amor eligió hacerse hombre y pobre. Nació en un pesebre, vivió y -sobre todo- murió como pobre. Nos mostró que ellos ocupan un lugar de preferencia en el corazón de Dios. Hasta se identificó con ellos al enseñarnos que cuando tengamos que dar cuenta sobre cómo usamos el regalo de la vida se nos preguntará sobre nuestro amor a los pobres (“Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo… porque estuve sin techo y me alojaron… ¿cuándo te vimos sin techo y te alojamos?… cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” cf. Mt 25, 35-40).

Quiera Dios, en su inmensa misericordia, despertarnos del sopor de nuestra indiferencia y que sólo sea una negra pesadilla la posibilidad de escuchar algún día palabras como éstas: “Fui homeless y me echaste de tus ciudades”.